ADORMILADA
POBLACIÓN
En
la cúspide de la colosal cordillera de los andes, por allá en los paradisiacos
ecosistemas sureños de Colombia, se levanta un liliputiense caserío, donde las
saetas del cronógrafo giran en cámara lenta, a tal punto que, cuando el tímido
astro diurno sale por detrás de los peñascos, es ocultado rápidamente por los
imprudentes cirrostratos que cabalgan desaforados por el azulado empíreo. Sus
precarios moradores subsisten en una modorra tan contagiosa, que cualquier ser
humano que pise sus empolvadas calles queda, ipso facto, contagiado.
En
una de sus atrevidas excursiones, Lucho López, un experimentado caminante de
sesenta y cinco años de edad, con su piel adornada por los surcos que deja la
experiencia y su abundante cabellera inundada por la nieve de los años, se
atrevió a visitar la tan inhóspita aldea; no sin antes, inocularse con una
original pócima de entusiasmo preparada por un anciano amigo hechicero. Cuando
las desgastadas suelas de las malolientes botas de Lucho, pisaron las
polvorientas calles de la aldea, por su agotada humanidad (desde el dedo gordo
del pie derecho, hasta la última hebra de su grisácea cabellera) cabalgó
desbocado un cosquilleo que activó de inmediato los antígenos de la extraña
pócima, generando en el acto una inmunidad.
Después
de sentir ese inusual cosquilleo, Lucho, comenzó su más insólita travesía, atisbando
con sus verdolagas ocelos, cada uno de los particulares frontispicios de la
villa, quedando sorprendido por la palpable somnolencia que su aguerrida
humanidad sentía a cada paso. De la tercera construcción, luego de que su
crujiente portezuela desplegara sus añosas alas, salió una perezosa voz que le
daba la bienvenida; Buenos días, ¿le puedo servir en algo?
Cuando
ese destemplado saludo entró en los pabellones auditivos de Lucho, este quiso
saber de dónde provenía ese saludo tan holgazán; entonces se acercó con cautela
a la puerta del caserón, y al fondo del gran solar, logró ver una espléndida
hamaca que pendía de un par de arqueadas palmeras, donde alguien dormitaba.
Lucho, caminó a paso de galápago, hasta el lugar donde se mecía con
displicencia el joven propietario del inmueble. El: buenos días ¿Cómo está?
Joven: Ummmm ¡¡qué pereza!! Muy bien gracias, ¿quién es usted? El: Soy Lucho
López, y vengo a conocer este pueblo, Joven: ¿Qué viene a conocer en este
pueblo? Esta muy temprano para salir a la calle. Aquí no hay nada que hacer ni conocer,
está perdiendo el tiempo. Lucho impresionado por la parsimonia de este sujeto,
miro su reloj, dándose cuenta que las manecillas marcaban las diez treinta de
la madrugada; rápidamente giró su cuerpo, y comenzó el retorno a la calle para
continuar su excursión. Unos pocos pasos antes de llegar al entreabierto
portón, se escuchó nuevamente Joven: ¡¡Que pereza con usted!! ¿A dónde se dirige?
Ya le dije que aquí no hay nada que hacer, El: iré a conocer su pueblo, nadie
me lo puede impedir, Joven: buena suerte, que tenga un buen día.
El
minucioso itinerario de Lucho, demoró el resto de día en concluir, dejándole
una agradable sensación paz y una constelación de ideas turísticas para generar
ingresos, realizando tures para visitar esta exótica población. Lucho al
regresar a casa, con un archipiélago de ideas revoloteando por su cabeza, en
primera instancia, visitó al hechicero con el propósito de adquirir una gran
cantidad de dosis de esa magistral pócima, para inmunizar a los habitantes del
caserío, y así poder iniciar su proyecto turístico, para dar a conocer al mundo
los paradisiacos paisajes de aquel entorno montañoso, donde soñaba terminar sus
días. Para su desgracia, aquel anciano hechicero, atacado por la demencia
senil, no recordaba cómo había elaborado la pócima.
Lucho
en la actualidad habita en aquel poblado, tratando de contagiar a sus moradores
de entusiasmo para hacer realidad algún día su gran sueño.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez
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