MERETRIZ
Ella,
luego de un extenuante episodio de francachela, deambulaba motu proprio con sus
pies desnudos y sus tacones en sus ambiciosas manos por la orilla del
adormecido y frio piélago de la bahía cartagenera, dejando marcados uno a uno
sus vestigios sobre el monocromático casquijo de la playa, mientras sus
caramelizados ocelos veían como la estrella luminosa se desperezaba y comenzaba
a invadir el oscuro Eliseo caribeño, sus huellas se desvanecían con el juguetear
del salubre líquido, su intrépida cabellera rubia danzaba con Eolo en la
silenciosa melodía del amanecer, en su apesadumbrada testa confluían millones
de sinapsis queriendo entender su insípida vida, y de sus entrañas heridas de
muerte por el desprecio, afloraban multitudinarios resentimientos que carcomían
sus más grandes anhelos, la largura de su atavío carmesí incomodaba su ondulante
y exótico andar, luego de unos cuantos kilómetros de solitario peregrinar, y ya
con el empíreo descampado dándole paso al rey, ella, decidió parar y reintegrarse
a su esclavizada vida de afamada meretriz, que la traería de nuevo en pocas horas a este
paradisiaco lugar, a descargar su desdicha frente al mar después de entregar sus
bien formados y deseados ciento ochenta centímetros al mejor postor, por unos
cuantos billetes verdes con los que podrá cumplir sus lujuriosos deseos, pero
que seguirán desgarrando sus entrañas.
Jaime
Eduardo Aristizábal Álvarez
Que realidad tan dura. Es la historia de muchas mujeres.
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