JOLGORIO EN LA COCINA
En una
imperturbable y acalorada noche de vacancia, donde el corpulento satélite destapaba
a la vista de los distraídos noctámbulos toda su enigmática redondez, a Jacinto
se le dificultó dormitar, extenuado de dar vueltas en su abrazador y placentero
lecho nupcial. decidió poner en pie sus escuálidos ciento cincuenta centímetros
de altura y encausarse rumbo al tentador refrigerador, a ingerir algún manjar para
sobrellevar esa alevosa agripnia que desde hace varios días lo estaba atormentando.
A paso lento e iluminándose con un fanal de juguete que le regaló su hija menor,
ya con poca batería y a punto de apaciguarse, bajó los imprudentes peldaños de
la escalinata de caracol. Un paso antes de tocar la escandalosa y batiente
puerta de la cocina percibió una algarabía que brotaba del interior. anonadado
por los sonidos que estaban penetrando por sus atolondrados conductos auditivos,
vio, a la entrada del escalofriante cuarto de San Alejo, tirado, el viejo y rayado
bate de béisbol profesional de su primogénito. lo tomó, y ya armado de incontable
valor, abrió la escandalosa puerta de una certera coceadura y entró despacito refugiándose
a la sombra del bate. Ya dentro del recinto culinario quiso guarecerse tras la
estufa para desde allí, observar de donde salía esa algarabía.
En la iracunda
oscuridad del frio lugar, permanecía Jacinto, inmóvil y con los cordones neuronales
encrespados. Esperó unos minutos para darse cuenta de dónde venía el bullicio. fue
hasta el tentador frigorífico donde sólo escuchó el sonsonete emanado por el
insolente motor; gateó hasta el patio de ropas encontrándose de frente con la irreverente
y mal humorada lavadora y las atrevidas azafates de ropa cochambrosa que su consorte
había dejado. Luego separó pausadamente las compuertas de la despensa principal,
encontrándose frente a frente con el real motivo de aquella descomunal jarana. Sus
enormes ocelos negros, decorados con unas alegres y encrespadas pestañas, quedaron
inmóviles al divisar el inesperado hallazgo. Pasados unos instantes, ya un poco
más tranquilo, Jacinto se mimetizó tras las compuertas quedando boquiabierto al
ver la dimensión de la francachela que estaba acaeciendo en las frígidas entrañas
de su insaciable despensa.
En
primera instancia, pudo ver en el rincón del fondo, donde permanecía una estridente
charanga dirigida magistralmente por el robusto, peludo y mal encarado Coco, que
con su sabrosura caribeña descifraba con maestría la percusión. La refunfuñona
Cebolla tocaba con entusiasmo la estridente trompeta. El viejo verde y barrigón,
Aguacate, extraía melodiosas notas de una desgastada guitarra clásica. La despeinada
y desabrida Coliflor sustraía esbeltas notas a un destemplado piano. La esbelta
y granosa Mazorca interpretaba como una diosa un quisquilloso; mientras el picante
y feo Jengibre ecualizaba con sutileza el sonido y monitoreaba las luces de
neón desde la consola.
En el
estrecho, húmedo y oscuro recodo del frente, Jacinto, alcanzó a divisar una
enorme tasca donde el descolorido y obeso Repollo elaboraba junto a la cariñosa
y regordeta Lechuga, unos inimaginables brebajes que la mimosa y despistada Manzana
disfrutaba mientras atropellaba con lujuriosas miradas a un antipático Limón que
veía a su diestra. la enigmática Fresa, recostada en la barra sollozaba por que
el malnacido Melocotón, su gran amor, le había transferido su querer a una descollante
y sinvergüenza Granadilla, diez años más joven. El extrovertido y pintoresco Ají,
con su mirada penetrante, le hacía morisquetas a una hermosa y bien arreglada Pera,
a la que un viejo y conocido Pimentón había dejado plantada. Las inexpertas Uvas
en racimo chismoseaban mirando cómo, en la pista de baile, estaba la obesa Berenjena
bailando sola porque nadie la invitaba debido a sus desproporcionadas curvas;
el encrespado Brócoli y la malcriada Piña conversaban mientras movían sus poco
estilizados cuerpos al ritmo de la música, saboreando los temidos cócteles. El
descarado Melón y el imprudente Perejil permanecían al borde de la pista
atentos al cambio de tanda melódica para optar por danzar con la despampanante Zanahoria,
y la despistada Mandarina quienes se estaban robando las miradas de todos por
su espectaculares y sensuales movimientos.
Jacinto,
con sus desconcertados ojos azabache congelados, no podía creer lo que estaba
observando; se pellizcó para sentir si estaba vivo. Minutos después, el cucú
del cronógrafo de la cocina salió de si nidal once veces, dando comienzo a la
hora loca en el aparador. Todos los invitados saltaron a la pista a mostrar sus
habilidades en el arte de la danza. La inquieta Papaya y la solitaria Berenjena
se unieron para dirigir la coreografía a la que se fueron acoplando la
excéntrica Naranja, el tímido Tomate, el escuálido y mechudo Apio, el
irreverente Pepino Cohombro, el sofisticado y mal encarado Zucchini, la voluminosa
Ahuyama, la simpática y esbelta Sandía, las entristecidas Papas, los desatinados
Ajos, los ardientes Plátanos y los demás asistentes.
Cuando
las manecillas del reloj se agazaparon en la parte superior, marcando el final
del día, el excéntrico y carismático Jengibre extinguió la incandescencia de los
insoportables y temerarios reflectores dejando el apapachador paraninfo atrapado
en una completa e insostenible penumbra. Durante el estrepitoso soniquete de un
imprudente redoblante, una inmaculada luz cenital rompió las tinieblas
resaltando las armoniosas siluetas del Banano y la Zanahoria quienes, con unos
delicados y melodiosos movimientos corporales, aún sin música se estaban
robando la atención de todos. Luego, con su armónica dicción anunció el
portentoso espectáculo de media noche, donde el dueto campeón mundial de baile
de salón demostraría su talento. El despampanante par de artistas embelesó a la
frutal audiencia con un fascinante tour musical por las diferentes culturas,
países y regiones del mundo danzando sus tan variados ritmos.
Con la
multitud de miradas volátiles recorriendo poro a poro sus sudorosas corporeidades,
después de casi sesenta minutos de exhibición, la enloquecedora pareja metamorfoseó
su colorida indumentaria para complacer a los exigentes asistentes danzando una
divertida milonga argentina. Fue tan impactante el espectáculo que Jacinto,
mimetizado tras las compuertas de la alacena, con sus retinas congeladas palmoteó
tan estrepitosamente que todos sus parientes volaron como gacelas en peligro de
sus aposentos. sorprendidos por el inexplicable escándalo que su imprudente e insomne
pariente hizo a la mitad de la noche, haciéndoles saltar de sus yacijas. Jacinto,
al verse rodeado de su familia en pleno, quiso explicarles lo que había visto y
oído en el armario, pero su conducto fonador se paralizó del susto y no emitió
ningún sonido durante más de cinco minutos; tiempo en el cual pensaba como les
contaría esta historia tan rocambolesca e inverosímil para las mentes sencillas
de su esposa e hijos.
Las
neuronas de Jacinto revoloteaban sin control. pasados unos interminables trecientos
segundos despertó del asombro, sus irreverentes cuerdas vocales retomaron su estado
normal dejando fluir desordenadamente uno a uno vocablos con los que pretendía
explicar los hechos a sus incrédulos parientes. como era de esperarse, su
irritada parentela no entendía ni creía nada.
Este
acontecimiento fue motivo de burla durante varios días, por parte de sus
incrédulos familiares. Pocas semanas después, durante un paradisiaco crepúsculo
en el que compartían una apetitosa parrilla argentina en familia, la exuberante
ama de casa y los intrépidos moradores juveniles fueron testigos presenciales
de una nueva y exorbitante gala en la bodega, quedando impresionados por su
incredulidad. ipso facto y en común acuerdo, decidieron pedirle perdón a su
amoroso pariente por las burlas emitidas aquellos días desde que descubrió las
fantasmagorías rumbas en su atrayente aparador.
Aquella
mágica e insospechada alacena, cada noche se transfigura en un quimérico paraninfo
donde convergen miles de historias al compás de la música y del baile que
Jacinto disfruta en los ya muy pocos días de insomnio.
Jaime
Eduardo Aristizábal Álvarez – Colombia
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