sábado, 31 de octubre de 2020

 



“JUSTO EN ESA ESQUINA”

Justamente en la arista más atascada de la urbe (avenida oriental con la calle Colombia), deseando la mutación del escarlata al esmeralda, estaba yo, impertérrito presenciando la cotidianidad del corazón de la metrópoli. Desde mi ángulo visual observaba un hormiguero de automotores que navegaban por el asfalto ocupando todo el espacio. También, abriéndose paso en la dura jungla, se divisaba una oleada de motocicletas serpenteando entre los coches y los autobuses generando un ruido enloquecedor.

Cumpliendo exactamente con su itinerario del orto al ocaso, transitaba imponente el tranvía, dejando una bella estela lumínica en su silencioso recorrido, contrastando con los multicolores buses detenidos en el bordillo de la rúa que impacientes esperaban el enjambre de los exasperados pasajeros con destino al encuentro con su linaje, que los esperaban con cariño en su aposento.

Antes del cambio lumínico, sentí una borrasca al ver pasar galopando cuál equino desbocado, a un mancebo que iba con la intensión de confeccionar malabares en medio de la vía, infra del semáforo, pretendiendo ganar algunas monedas para así librarse de dormitar en las durísimas y heladas bancas del parque. Fue tan rápido e impactante su acto que mi mirada quedó gélida y mi buzón de voz eyectó ¡asombroso, extraordinario!

Instantes antes de la variación a verde, justo a mi lado estaba ella, observando atónita los malabares que realizaba aquel sujeto en la mitad de la calle. Cuando él se reintegró a la acera, se topó frente a frente con el brillo seductor de unos ojos azabaches que palpitaban amorosamente por él, yo sin querer escuché un coqueto susurro mientras el extraía de la arrugada manga de su camisa la más hermosa rosa roja, que le confirió como todo un soberano de diégesis de ninfas.

Días después, al concluir mi jornada profesional, me vi pánfilo en esa misma céntrica y caótica arista, observando ahora a una pareja procreando fantásticos malabares, unos segundos después al finiquitar la magistral actuación, cosecharon una multitud de dinero en efectivo que brotaba de las ventanillas de los autos esperando el cambio de la señal. Después de la siega, caminaron hacia la ochava donde estaba yo, cuantificando el resultado de la cosecha, muy disimuladamente quise saber cuánto habían recaudado sin tener éxito.

En cada arista de estas colosales metrópolis, conocemos infinidad de universos que se barajan espeluznantemente pariendo unas sociedades interdependientes, donde en cualquier momento pasamos de monarcas a limosneros sin darnos cuenta. En fin, así son nuestras urbes, en ocasiones mágicas y en otros periquetes perversas.

                                                                                      Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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viernes, 30 de octubre de 2020

 



"LOLITA EN LA PLAYA”

Lolita, una hermosa y afectuosa impúber, rebotaba y vociferaba puritanos vocablos atiborrados de entusiasmo, con su ajuar majestuosamente ornamentado con horizontales trazos multicolores, acicaladas con minúsculos ramilletes florales; su casquete de broza arropaba su delicada y risueña haz, sus brillantes y enormes ocelos grises glugluteaban de júbilo al observar el fascinante oleaje policromático del gigante oceánico.

Al tocar por primera ocasión las cristalinas partículas de arenisca del litoral, que jugueteaban caprichosamente con el bamboleo de la marejada multicolor. Ella, junto a su prieto acompañante felino, gozaban con el hormigueo que les generaba la ardiente arenisca, para evitar que se achicharrasen sus principiantes y mimosos pies, desplegaron un divertido cuadrilátero con trazos albirrojos donde saltaron emocionados huyendo de la hirviente arena.

Lolita, aupó su cacumen para otear al azulado éter, donde flotaban aleteando sigilosamente unos fantásticos seres creando una magistral escena que embelesó a la impúber fémina. El curioso felino con su musical ronroneo despertó del mágico sueño a Lolita, haciéndola reintegrarse a la realidad.

La niña quiso flotar en los apacibles fluidos del coloso salino, deambuló paso a paso por la hirviente sábula trazando un delicado rastro que su mulato y mimoso compinche escoltó con fantásticas cabriolas de jaleo. Cuál sería la conmoción del felino al tocar el salado fluido, que reculó con un enérgico salto huyendo del líquido, Lolita al darse cuenta del hecho se reintegró a la costa a cuchichear a su asustado camarada.

A partir de ese día, cada vez que Lolita y su inseparable morrongo garbean por la playa, él, acompaña a su fiel amiga jugueteando alegremente con la arena, claro está, que lejos del terrorífico fluido que lo horrorizó aquella primera vez, entretanto, ella cada vez más se regocija con las inconstantes y cálidas oleadas que se entrelazan con el índigo del firmamento, creando una taumatúrgica atmósfera.  


                                                                                                         Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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miércoles, 28 de octubre de 2020

 



“CAMINO AL EDEN”

Con el resplandor del crepúsculo entretejiéndose caprichosamente con la espesura del soto, en la mitad de la arboleda, adosado a un naciente manantial hídrico, permanece ronroneando incólume el más esplendido hábitat para que los amantes dejen fluir su concupiscencia, con sublimes teoremas en comitiva con cupido. Su unigénita acometida es una temblorosa pasarela pendiente de rústicos y aullantes cordeles de fique, el paraje inspira sensualidad con un cálido ambiente primaveral.

En el interior del habitáculo se divisa un majestuoso tálamo cubierto coquetamente con reluciente lencería de encaje, un conjunto de abullonadas almohadas albinas gluglutea sensuales versos imantando a los sedientos amantes; entre una suculenta cubitera de plata, espera impaciente un efervescente morapio para ser dilapidado por la yunta apasionada. En un bufete decorado con corolas florales se divisa un exquisito gaudeamus para saciar la feroz apetencia de los furtivos moradores.  

Por los cristales que contornean la habitación se cuelan los ya incipientes rayos solares dejando una senda multicolor de haces lumínicos creando reflejos como de alas lepidópteras.

De pronto, aparece rumbo a la habitación una fémina caminando con sus delicados pies desnudos portando una exigua vestidura blanca que deja al descubierto algunos de sus atributos femeninos.

Al caer la noche, los focos colgantes sobre la pasarela encienden su tenue fulgor disminuyendo la penumbra que sirve de cómplice al dúo que disfrutará y pernoctará en este seductor paraje desahogando sus mas placenteros y libidinosos deseos. 


                                                                                 Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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jueves, 22 de octubre de 2020


AMOR POR SIEMPRE

En una musical y húmeda tarde de otoño, en el cielo puritano y heterogéneo de una tranquila población ribereña, se divisaba una jauría de cirrocúmulos que relinchaban en el azulado crepúsculo multicolor, entremezclándose majestuosamente con la arboleda pigmentada de árboles azules, rojos, verdes, amarillos que se reflejaban coquetamente en las cristalinas aguas del ancho afluente, dejando una sensación de iridiscencia y paz que los descuidados transeúntes, y las yuntas de enamorados disfrutaban piando palabras de asombro.

Emilio, un apuesto joven de talla alta y cuerpo atlético, vestido elegantemente de pies a cabeza como su madre le enseñó, con borceguís negros brillantes como en el ejército, pantalón azul con delicadas rayas albinas adornado con un fino fajín de odre azabache, camisa blanca de cuello del cual colgaba una sencilla pajarita roja con rayas blancas, y un chaquetón celeste que lo cubría de la ondulatoria y fría brisa, su cabellera corta se escondía en un holgado quepis azul oscuro, su piel canela donde resaltaban sus pupilas verde esmeralda, napia pequeña y achatada, dentadura blanca y bien formada que se adornaba con una rozagante sonrisa, hijo de una modesta costurera que hilvanaba los más elegantes vestidos para las féminas de la farándula de todo el país, para muchas de las jóvenes en edad de merecer, era el príncipe azul que pedían para que su cuento de hadas se hiciera realidad.

Sara, una chica sencilla que irradiaba belleza por cada uno de los poros en sus 175 centímetros de estatura, piel blanca como la sal, ojos caramelizados, nariz respingada, dentadura perfecta, labios carnosos, una cabellera crespa azabache, brazos largos y delgados que terminan en unas suaves, cálidas y bien mantenidas manos, piernas largas y torneadas que hacen mover con elegancia sus espectaculares vestidos floreados; personalidad apabullante con una voz melodiosa y una inteligencia creativa que sobrepasa los límites de la belleza, ella es la hija del tendero más apreciado del pueblo, y la joven más pretendida por los jóvenes de la región quienes la quisieran conquistar para alcanzar la felicidad.  

Esa apacible y juguetona tarde, Cupido y Eolo, dispersaron coquetas melodías que peregrinaron por todo el pueblo llegando desprevenidamente a los oídos de Sara y Emilio, quienes fascinados por lo que escuchaban sus aurículas, salieron deslizando sus humanidades hasta la orilla del rio, donde Cupido y Eolo, complacían con sus notas toda la Riviera.

Cuando Sara y Emilio dejaron sus huellas en la orilla del afluente (curiosamente en el mismo lugar) sus miradas se entrecruzaron haciendo florecer en ellos unas risitas coquetonas, y antes de que la gran estrella luminosa de escondiera ocultando su enjambre de luces, Emilio y Sara deambulaban tranquilamente mojando sus pies en las tranquilas aguas del torrente. Ese rozagante crepúsculo amalgamó la vida de estas dos inocentes y cristalinas almas.

Pasaron los días, las semanas, los meses y cada tarde ellos se encontraban en ese mismo lugar que los unió para compartir mágicos momentos, arrojando piedritas al cauce y soñando con un futuro juntos. mi amor, soy tan fausto a tu lado, (suspirando) asimismo mi amor, me siento el gachó más feliz a tu lado, ¿sabes una cosa? Yo, contigo, marchase hasta el acabamiento de la creación, ¿estas plenamente segura?, como nunca lo he estado, encaminemos nuestras almas hacia la felicidad, contigo hasta mi óbito, tu voz me hirsuta la piel, te amo.

Un domingo, a la misma hora y en el mismo lugar, se encontraron ellos y caminando tomados de la mano siguieron el cauce del rio hasta perderse en el infinito, hoy día, en aquella población ribereña nadie sabe del paradero de esta peculiar pareja. 

Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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“MÁXIMA LIBERTAD”

Aun hoy, varios años después, recuerdo aquel martes de abril, cuando por sugerencia tuya anduvimos divisando la exuberante planicie de la metrópoli, desde la cúspide más prominente de la cordillera, justo allí, donde se divisaba la majestuosa inmensidad de la urbe, y a lo lejos titilantes luces trinaban delirantes creando un coqueto y zodiacal espectro;  tu y yo, esa deslumbrante noche, teniendo como testigo ocular  la rojiza redondez del astro nocturno y a tres tristes y pequeñas estrellas como mirones ocasionales, permanecimos juntos incontables horas, protegidos tan solo por un pequeño entoldado plástico, estuvimos recorriendo con raciones de irreverencia nuestras azuladas curvaturas, dejando fluir pinceladas de espontaneidad procurando llegar al éxtasis sin caer en el abismo. La efervescencia del champán desbordó la yacija donde fundíamos nuestras almas.

Al rayar el alba, sintiendo la máxima libertad quise inmortalizar la ocasión, transfiriéndote la sortija que sellaba el pacto con el que nos juramos amor eterno.  


Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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miércoles, 21 de octubre de 2020

 


“DESDE MI TRAPECIO”

En la más fría temporada que mi humilde, pequeño y natural organismo recuerde, asomé al impluvio del labrantío dominio de mis antepasados, enclavado en la zona de Guatapé en el oriente próximo de la provincia de Antioquia en Colombia, en aquel lugar era donde ocurrían las inolvidables épocas de holganza de toda mi parentela, vivíamos los más bellos instantes fortaleciendo el vínculo familiar, avistando el espectacular azulado empíreo  donde nadaban hermosas orcas almidonadas interrumpiendo el tránsito de la deliciosa radiación solar.

Nuestro divertimento predilecto era un sencillo y ondulatorio trapecio armado con dos bicolores y homogéneas sogas que pendían de un colosal y octogenario árbol de ceiba, donde cada uno de los familiares volaba saludando los aires y recibiendo musicales caricias de Eolo, pasábamos estupendos periquetes compartiendo este sencillo juguete, observando a lo lejos las heterogéneas serranías teñidas con los exuberantes matices verde azules que reflejaban las praderas que se entretejían majestuosamente con el índigo del embalse y el cerúleo del firmamento  creando un ambiente inexplicablemente apolíneo.

Cada anochecida, mientras el coloso de la atmosfera sucumbía, todos los pubescentes nos concentrábamos en la periferia de una hoguera en silente escucha, para gozar de las inverosímiles historias narradas por el abuelo, que nos hacían desternillarnos con sus ocurrencias, que a la hora del descanso interrumpían nuestro sueño haciéndonos muchas veces pasar la noche en vela. 

Hoy, cinco quinquenios después, aquel trebejo persiste suspendido en los travesaños remilgosos de nuestros recuerdos añorando la compañía de la octogenaria ceiba.

                                                                                                       
                                                                                                        Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez 


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viernes, 16 de octubre de 2020

 



 "EL ADIOS”

Desde la brillante y exuberante vidriera del aeródromo internacional, de la ciudad con ambiente primaveral permanente, paso a paso la veía desaparecer meneando sus estilizadas y firmes formas femeninas, deslizando su afligido y exiguo equipaje, perdiéndose lentamente entre la algarabía de los majestuosos y multicolores tentáculos luminosos del crepúsculo, rumbo a la feroz boca del funesto pasadizo que la alejaría de sus zopencas garras, las cuales nunca supieron despertar su exuberante manantial de pasiones; Ya cuando su figura fue ingerida por la intimidante aeronave, de sus ocelos marrón brotaron dos fulgurantes perlas que rodaron sigilosamente por sus pómulos hasta desembocar en la faltriquera de su albo blusón.

Ella, ya asegurada en el sillín 4C de la aeronave, de sus luceros grises manan sollozantes diamantes acuosos, mientras recuerda cómo por un imprudente y apresurado dictamen ya han transcurrido inexplicablemente sus mejores años, despilfarrados con tan execrable compañía. Por su memoria galopan aterradores recuerdos de su triste coexistencia, suspira al recordar cuando lo veía comparecer con su flácida y fofa figura exigiendo descomedidamente su habitual y aburrido tentempié; cada ocaso del rey del firmamento, sin falta, la buscaba desordenada y torpemente para saciar sus más desaforados y mundanos placeres, dejando instantes después, sus pegajosos fluidos corporales y su agotado aliento esparcidos en sus delicados, bien proporcionados e insatisfechos 180 centímetros de talla.  

De regreso a su morada, el, refunfuña por haberle permitido hender las batientes del hogar, en este instante solamente anhela que ese asueto pase presuroso para volver a su insípida rutina, junto a quien, según él, es el amor de su vida.  

Ella, recostada en la jamuga aeronáutica fantasea con jamás retornar, agradece a su creador por impedir que sus óvulos fuesen fecundados por los gametos de su aborrecible carcelero por sus mejores primaveras. Por los siete quinquenios de existencia cabalgan los deseos de engendrar y encontrar la ventura que le fue robada dos decenios atrás.

Años han pasado, y él continúa fantaseando cómo será el feliz reencuentro con su compañera, aun sigue habitando el mismo humilde e insípido nido de donde ella partió, con desespero alzando el vuelo sin dejar vestigio alguno.  


Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez


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