EL, aquella tarde de estío bajo la enfurecida y descubierta
bóveda celeste, mientras cabalgaba apacible en su corcel azabache, disfrutando
los mágicos y unigénitos senderos
Andinos (¡Oh! ¡Que preciosidad!, este paraje parece el elíseo,
es increíble), acullá encaró un aciago y nefasto suceso que doblegó sus
cincuenteras entrañas. Al otro lado de la senda, en el quinto pino,
suspendida entre la heterogénea y policroma arboleda, atisbó una lánguida y
convexa hamaca que se mecía tímidamente entre dos enormes jacarandas en flor,
atada de cada flanco con un cándido y redondo cordel trinitario; (¡Recórcholis! ¿Quién haría esto? ¡No puede ser!, descendientes de
meretriz) su vientre contenía los
nauseabundos despojos de una pubescente fémina.
Sus ocelos impávidos barritaban desconociendo el motivo de tal deceso, sus zancas atizaron al corpulento corcel que relinchó derribándole a la broza, el elegante y dócil equino aligeró su fino andar desapareciendo entre el enjambre vegetal. El, en medio del maremágnum y frontis al absurdo episodio, de improviso, su buzón de voz comenzó a mugir clamores suplicando amparo. Sosegadamente retomó al ya oscuro, húmedo, y silencioso sendero de reintegro a la villa para notificar a la guardia acerca del desafortunado encuentro. Su amorosa estirpe al advertir el arribo inexplicable del corcel sin su jinete, estallaron en efusión de llanto ansiando intuir su destino. Instantes después, compareció él, sórdido y extenuado por la extensa caminata para divulgar la funesta novedad.
La pubescente occisa, en su éxodo ilegitimo, había pisado tierra de esta divertida comarca durante su menstruación anterior, de tránsito hacia su amado terruño enclavado en la gran cordillera andina al norte del país contiguo. En la inhóspita población nadie se percató de su figura, salvo quien cometió el atroz fratricidio.
Aun hoy, en una ínfima y modesta barraca de madera rustica y techumbre de broza, enclavada en la imponente y exuberante espesura de la cordillera andina al norte de aquel país, una anciana yaya, zumba suplicantes oraciones para que sus pupilas riadas de cataratas puedan ver el retorno de su vástago más amado.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez