TENEBROSO
HALLAZGO
¡Cómo olvidar! aquel
lóbrego crepúsculo dominical de junio, cuando transitando por la escandalosa y
fría selva de cemento, justo allí, en la postrera arista austral de la urbe;
mis acaramelados ocelos, atisbaron una vetusta edificación, que se robó ipso
facto, la totalidad de mis desprevenidas ojeadas. Cuando las suelas de mis
desgastados botines, hollaron la enmohecida acera del fúnebre inmueble, la
totalidad de las células de mi escuálido cuerpo, fueron atravesadas por un
fantasmagórico cosquilleo, que paralizó por algunos instantes toda mi
humanidad. En realidad, no sé, cuento tiempo transcurrió, lo que, si sé, es que
ese momento transformó mi existencia para siempre. Después de volver en sí, mis
temblorosas manos tocaron tímidamente el descolorido y deteriorado portón de
fina madera que, al sentir el roce de mis manos, separó sin prisa sus
corpulentas alas, generando con sus chillonas charnelas un ensordecedor
concierto. Luego de algunos segundos, ya en silencio y con sus alas abiertas
totalmente, el añejo portón dejó al descubierto la inmensidad de un
aristocrático paraninfo, atiborrado de blanquecinos hilos de araña que dejaban
en evidencia la cantidad de años que llevaba abandonada. La espantosa
panorámica, atizó mis dormidos instintos de conquistador, haciendo que mis
temblorosas extremidades dieran el primer paso, hacia el inhóspito interior.
Estando en el ombligo del gran salón, mis conductos auditivos fueron
atiborrados por una tenebrosa voz, que me dio una descortés bienvenida; yo al
escuchar esa extraña dicción, reaccioné observando con impaciencia cada rincón
de la embrujada construcción; en el postrero recodo, se observaba un empolvado
diván, del cual emergía una exuberante humareda con un innegable olor a tabaco,
generada por las aspiraciones de un decrepito anciano, que al verme temblar
volvió a darme una desatenta bienvenida. El: ¿Qué haces aquí muchacho? ¿Quién
te dejo entrar? Yo: la verdad no sé, estaba caminando y sin querer su propiedad
me atrajo, y aquí estoy. El: ¿Cuál es tu nombre? Yo: me llamo Juan Botero, El:
¿Juan Botero? ¡no puede ser! ¿eres el hijo de Jorge Botero? Yo: sí señor, así
se llama mi padre ¿usted lo conoce? El: ¿Qué si lo conozco?, pues claro, no ve
que yo lo engendre, Yo: ¿qué? ¿entonces usted es mi abuelo? El: para tu desgracia
así es, ahora debes conocer la verdad, Yo: ¿la verdad? ¿de qué verdad me habla?
El: tranquilo, que todo se sabrá a su debido tiempo. Después de decir estas
palabras, la humareda envolvió la humanidad de mi abuelo haciéndolo
desaparecer, y dejándome a mí con la intriga acerca de cuál verdad debo
enterarme. A partir de ese ángelus, mi instinto investigativo se incrementó,
motivado en conocer la historia de mi vida; cada atardecer, después de mi
extenuante jornada laboral, me introduzco en solitario en aquella casona y con
una abrumadora paciencia voy limpiando cada centímetro, queriendo volver a ver
a mi abuelo o encontrar la verdad oculta. Hasta el día de hoy, no he vuelto a
ver a mi abuelo y tampoco he encontrado la verdad oculta.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez
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