En aquella fascinante primavera, contemplando la placida oscilación de los
lerdos fluidos en una paradisiaca marisma citadina, rodeada de guayacanes
áureos, gimoteaba rememorando su inmarcesible amor; quien se ausentó sin decir
adiós, una calurosa mañana de agosto, después de una abrasadora y extenuante noche
de lujuria.
Luego de algunas mensualidades, perdió el juicio por la melancolía de su
desamparo. (¿Dónde estás, amada mía, ¿Dónde estás?, te he anhelado con
desespero, un insufrible cúmulo de extenuantes días, con sus interminables
noches, mi vida tendrá sentido sólo si tu estas a mi lado. Aquí estoy
esperándote en tu lugar favorito, te espero impaciente, para que revivíamos
nuestras mejores veladas.) deseando poder recorrer nuevamente la peligrosa y
excitante geografía de tu corporeidad.
Cada ángelus, después de soportar su aburridora jornada laboral, se le ve
amilanado y postrado en un ermitaño banco de madera, en la ribera de la aquietada
albufera; arrojando ansias de verla de nuevo, en forma de piedritas, que al
hundirse configuran orbiculares bucles en el cristalino espejo acuoso.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez
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