Durante el alocado y ensangrentado
crepúsculo, del postrero dominical, en el séptimo mes del año; un cardumen de talentosos
seres alados, interpretan su estentórea sinfonía vespertina, sostenidos en el
pentagrama del encuerdado electico. Mientras tanto, El, dejándose seducir por
la excelsa tonada natural, se inspira y anexa una constelación de desafinados compases,
que hace brotar de su deteriorado requinto. Ella, ensimismada por la magnificencia
de la ocasión, danza en la techumbre de la furgoneta, haciendo volar los
pliegues de su diminuta pollera, por los predios de Eolo.
Con cada giro de las saetas del
cronógrafo, la salvaje escolanía disminuye gradualmente el volumen del recital,
hasta un segundo antes de la completa penumbra. En ese momento el par de seres
mortales, aún extasiados por el esplendoroso concierto, desmontan de la
cubierta del vehículo, intentando deshacerse de las estorbosas vestimentas,
para así, amalgamar la totalidad de sus complexiones, en un ardiente enredo que
perdurase hasta la aurora.
Esta dupla de trotamundos, está recolectando
en los más recónditos rincones del mundo, la mayor cantidad de acordes naturales,
mientras empalman libidinosamente sus bronceados cuerpos, durante los afelpados atardeceres.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez
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