Mientras sus
enclenques extremidades agotaban la totalidad de su vigor, surcando los
disparejos senderos glaciares, deambulando a la caza de donde aquietarse y
deshacerse del fantasma de la hipotermia, (estoy perdido en este mar de
inclementes y silenciosos senderos, ¿a dónde llegaré? Dios ayúdame) en una
noche repleta de ausencias en la inmensidad del éter; sus congeladas pupilas atisban
en la lejanía, el sobrenatural espejismo de un coniforme bohío, (¡¡¡No lo puedo
creer!!! ¿será cierto lo que están viendo mis ojos?) sitiado por pantagruélicos
arboles congelados, generando ante sus ojos una sensación apocalíptica.
Este hallazgo reboza
de gozo su maltrecho corazón, reanimándole a continuar bombeando hasta concluir
la travesía. Luego de un centenar de zancadas, estuvo frente a la compuerta
entreabierta del conoide aposento, (¿habrá alguien adentro? ¿Quién vivirá en
tan solitario paraje?) que permitía la salida un caluroso fulgor, acompañado de
una angelical tonada que traspaso su solitaria ánima. (¡¡¡Uff!!! por fin un
lugar donde recuperar mi temperatura corporal) él, cayó de rodillas para
agradecerle al dueño de la vida por tan oportuno encuentro.
Luego de una
entusiasta, aunque concisa plegaria, sus cuerdas vocales vibraron dejando brotar
un temeroso: buenas noches, ¿hay alguien ahí? En su primer llamado, no recibió
respuesta alguna. El inesperado silencio, intrigó al desesperado visitante,
quien dejó que su necesidad de calor, hablase por él. Estando a unos pocos
pasos de la batiente portezuela, reiteró su invocación: ¡Hola! ¿hay alguien en
casa? Pasaron los más interminables segundos, y se escuchó un susurro
pronunciado por una melódica dicción femenina que decía: entra, bien llegado.
Aquella insólita
y congelada alborada, fue el génesis de la más sólida concomitancia, entre ese
par de ermitañas almas, convirtiéndose en obligado lugar de peregrinación, de
los individuos que permanecen en constantes pesquisas internas, en post de su
felicidad.
Jaime Eduardo Aristizábal Álvarez
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