SEMPITERNO AMOR
Siete quinquenios han
pasado. A la testa de Pedro, un debilucho, desinteresado, serio y baqueteado pescador
batelero, aterriza un maremágnum de inocentes recuerdos de su relación con
Clara, su eterno amor (ella siempre me pidió que le bajara la luna y yo nunca
pude, ahora aquí en esta perezosa soledad, sólo quisiera haberle podido cumplir
sus deseos) que lo abandonó para perseguir sus dorados, ambiciosos y elegantes desvaríos
de magnanimidad.
Justo en esa oscura y
huérfana noche de viernes, con los ánimos a punto de naufragar en el sabelotodo
torrente amazónico, singlaba Pedro, de camino a la endiablada e inmisericorde
tasca; paladeándose en su liliputiense imaginación, la engañosa crátera
atiborrada de un suculento y añejo ron cubano; que le ayudaría a olvidarla
(quiero verla, aunque sea en sueños, ella es mi vida, sin ella, mi vida no
tiene sentido) Iba zigzagueando con destreza, encumbrado en su estilizada e iracunda
canoa, evitando chocar con las espumosas olas viajeras.
Pedro, rumiando sus
habituales desvaríos nocturnales, perpetuaba una colosal dificultad, anhelando
sacarla por fin de su aciaga existencia. A lo largo de la bonancible singladura,
el misántropo lanchero, se percató del pendenciero rebosamiento del torrente y de una lóbrega
penumbra. Al izar su desprevenida ojeada, Pedro, vio como la cornuda luna se apeaba
del azaroso éter, aminorando la cercanía a su flotante corcel. Luego de unos
desquiciados instantes, la luminosa compañía atiborró la incauta eslora,
ocasionando en Pedro, un matemático y fulminante ataque cardiaco y un
silencioso naufragio, del que nadie en la inhóspita población se percató.
Jaime
Eduardo Aristizábal Álvarez
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